domingo, enero 13, 2008

El cabo, las noches y los días. Cabo de la Vela. Colombia





El cabo

Tengo la certeza de que en ese rincón, un cabo, una lengua de tierra que penetra en el océano, se elaboran los días y las noches. Esa tierra desierta es una fábrica del tiempo.
Tal vez necesite contarlo como si formara parte de alguno de mis sueños lúcidos, esos en los que se elige el recorrido de la historia. Se trata, entonces, de un sueño ambientado en un desierto bañado por el mar Caribe, en el extremo norte de Sudamérica. En ese lugar de la tierra existen más molinos que quijotes y más almas que hombres. En ese lugar, habitado por los guajiros originarios —los wayúu—, los vivos conversan con los muertos. Y convengamos —para aquellos que dudan— que los muertos que hablan y los molinos de viento pueden ser parte de cualquier sueño.
Mis jornadas en el cabo fueron apacibles. Las noches las pasé descansando sobre una hamaca, a merced del viento de la Alta Guajira colombiana. Durante los días me dediqué a observar el mar, los botes, el faro y, a lo lejos, el parque eólico.
Caminé de un lado a otro, tratando de entender lo que allí se gestaba. De lejos, rozando el mar, la virgen de Fátima —protectora de los náufragos— contempla todo el poblado. Se erige en la punta del Pilón de Azúcar, una montaña negra, triangular.
Las mujeres guajiras pasaban a mi lado, sin levantar la vista, con sus vestidos largos, de colores claros, radiantes. Los pescadores parecían abstraídos, arreglando sus botecitos o limpiando los pescados. Las viviendas de paja, simétricas, soportaban el embiste del viento y la arena. La atmósfera enrarecida del cabo se multiplicaba a cada minuto. Y esa rareza del aire me gustaba.

Las noches

Atardecía cuando renuncié al vaivén de la hamaca, dejando atrás una larga siesta bajo la sombra fresca de una enramada. Al frente, pescadores navegaban parsimoniosos en sus cayucos, el mar en silencio los sostenía sin espuma ni olas. Giré sobre mis pies y quedé de cara al oriente. Advertí la elevación, una pequeña colina salpicada de cardones. Detrás de la colina —en cuya cima se distinguía una pequeña estructura— se ahogaban los últimos destellos del día. De pronto un haz de luz me dio en los ojos desde las alturas. Era un faro y, por supuesto, resplandecía con intermitencias. Cuando la luz giraba, todo el ambiente se tornaba sombrío, ya con el mar tragándose por completo al sol. Trepé, entre los reclamos de una brisa, aunque bien sabía de los muertos que pasean por ahí. La tarde anterior un guajiro avejentado, dueño de una mirada furtiva, me había contado de qué modo conversan con las almas. A través del Ojo de Agua, una piscina natural en el medio del desierto, se comunican con sus antepasados muertos. Este sitio es el Jepirra, según los wayúu, donde las almas vienen a descansar.
Llegué al faro. Me sorprendió, en la cima de la colina, el quejido de una radio mal sintonizada. Dentro de la estructura del pequeño faro reposaba un guardia. No lo noté molesto —ni siquiera sorprendido— por mi llegada. Le convidé un cigarrillo y me contó sobre su solitaria labor. Parecía sincronizar sus palabras con las vueltas del faro. Las pronunciaba, entre pausas, de a una o de a dos. No le pregunté nada de almas ni de muertos, quizás él mismo era uno de ellos. Me contó que a pocos kilómetros hay un parque eólico de molinos gigantescos con aspas pálidas de tres manos. Este hombre —soñé— era el cuidador de la fábrica de las noches: el pequeño faro en la punta del cabo. Cuando el faro dejase de alumbrar, cuando la luz se tornara imperceptible, el fin de la oscuridad llegaría, dándole paso al amanecer.
Quedé intrigado. Pensando en los molinos del parque eólico volví a mi hamaca, a descansar otra vez bajo la enramada.

Los días

El camino desparejo de tierra seca, que tomó la camioneta, rozaba el parque eólico. No había más oportunidades que esa para abandonar el cabo. A las cuatro de la madrugada de un amanecer templado me pasó a buscar el conductor. De a uno se sumaron los pasajeros hasta que dejamos atrás las pocas callecitas del pueblo.
El amanecer avanzaba con su fulgor naranja en el horizonte ya venezolano, detrás de las luces de la mina carbonífera de Puerto Bolívar. Allí llega el carbón en cientos de vagones que acarrea un tren carguero desde el Cerrejón. El ferrocarril es —me contaron en el mismo cabo— como una oruga de metal, un ciempiés gigante que parte en dos la monotonía del desierto. Recordé —tomándome la cabeza por un golpe contra el techo del vehículo, situación que se convirtió en uno de los hechos menos oníricos de esta historia— al guarda faro, sus pocas palabras, su mención de los molinos del parque eólico. La veintena de gigantes de tres manos —esos monstruos que se mueven con suavidad entre las arenas del desierto— son los encargados de traernos el día. Tuve la convicción de que si esos molinos dejaban de girar, el día no llegaría jamás a esta parte del mundo. Que nosotros, los vivos, y ellas, las almas de los muertos, necesitábamos de ese mecanismo repetitivo, surrealista y eterno.
Yo me alejaba, junto a los demás pasajeros de la camioneta, por la carretera hacía Uribia, la capital del municipio. La Guajira, amplia, desértica, se esparcía a los costados del camino. El amanecer ya era un hecho, y los molinos girarán mientras exista alguien que los observe.



Fui testigo de la creación de los días y testigo de la creación de las noches. Con esa dicha emprendí la vuelta, confiando en que el guarda faro y los gigantes seguirán —acaso no tengan opción— con el hábito esencial de sus labores.
Villa de Leyva, Boyacá. Colombia.




La buseta que tomé en Chiquinquirá me dejó en el cruce de rutas. Caminé hacia Villa de Leyva, a la espera de la combi que viene de Tunja, la capital del departamento de Boyacá. Todos los pueblos de la zona me sonaban conocidos. Apenas un día había pasado desde que terminé de leer "Siervo sin tierra", una novela de Eduardo Caballero Calderón. En ella cuenta la vida de Siervo Joya, un pobre campesino que añora comprar un puñado de tierra de la vega del Chicamocha, un río que baja desde Santander. En esa novela, Siervo con su mujer, la Tránsito, y su hijo bebé, van a Chiquinquirá, junto con multitudes, en camiones destartalados, para pedirle ayuda a la virgen del pueblo, el más devoto de toda Colombia. De tanta gente que hay en la nave de la iglesia, el pequeño se les muere de asfixia ante la virgen.
Llegué a la terminal de Villa de Leyva, pueblo fundado en 1572, pleno valle de Zaquencipá. Tenía cierta expectativa de conocer la plaza más grande de todo el país, 14000 metros cuadrados de piedras incómodas para el paso.
Pregunté a un policía turístico por el hostal donde quería acampar. Finalmente un hermano/monje/seminarista, Jose Edgar, me acompañó a una oficina donde el dueño del hostal, Oscar, tiene montado un cyber bar. En su Jeep modelo 77, con el que quiere hacer un viaje a través de Sudamérica, y al cual me invitó para iniciarlo en dos o tres años, me llevó al hostal Renacer, o Colombian Highlands, tiene dos nombres para hacer menos papelerio burocrático. En el camino me contaba de la chica que le ayuda en el local de internet. "Tiene mal genio, y es mi ex novia".
Llegamos después de un kilómetro y medio de camino en subida. Por la vista y la paz del lugar, valía la pena caminar esa distancia las veces que fuera necesario. Me decidí a montar la carpa, luego de más de cuatro meses sin sacarla de su bolsita Northland agujereada por las estacas y los parantes. Y ahí estaban de nuevo, el aroma del pasto, el ruido de los cierres, el cantar de grillos y ranas. El mate en pleno campito, con la serranía en mis narices.
A unos doscientos metros del hostal, hay una gran base militar. Villa de Leyva es uno de los lugares más seguros del país, hace años que la guerrilla o los paracos no llegan. A esta base de dos mil soldados viene de vacaciones Alvaro Uribe, el nuevo fascista latinoamericano, ese que el 28 de mayo será reelecto por el pueblo colombiano. Gracias al miedo, y al engaño, claro está. De Bogotá salen dos helicópteros militares, cuando Uribe decide vacacionar aquí. Dan la vuelta al pueblo miles de veces, antes de la llegada del mandatario. Luego despegan dos helicópteros civiles, idénticos entre si, y por dos rutas diferentes llegan a Villa de Leyva, nadie sabe en cual viene Uribe, por seguridad.
Caminé al pueblo y llegué, por fin, a la Plaza Mayor. Este pueblo es de casas bajas, con techos de teja, paredes blancas, impecables, y calles empedradas. Cuelgan de las medianeras flores muy parecidas a las Santa Rita, rosas y violáceas. La plaza mayor no tiene árboles, ni un solo arbusto. Es una explanada de empedrado, gigante. Alrededor se ve la Iglesia del Carmen y diversas casas de ilustres colombianos de otros siglos. El lugar ideal para tomar mate.Es domingo y todavía queda el resabio turístico local del fin de semana. Oscurece en un clima perfecto, con un cielo azul oscuro, atravesado por unas cuantas nubes inofensivas. El firmamento se ve ideal desde Villa de Leyva. Astrónomos de todo el mundo llegan a los alrededores del pueblo, para tener esa vista única de las estrellas del hemisferio norte. Cae la noche y se terminó el medio litro de agua caliente que cargué en el termo. Un cachorrito negro marca-perro se me pegó con desconfianza. Duerme al lado mio porque un grupo de jovencitos le aguo la siesta. Cuando hago ruido con el mate, abre los ojos y encaja la cola entre las patas traseras. Mañana lunes dan Capote en el cine del pueblo, tal vez vaya.
Y llegó el lunes, o "el día de las invitaciones", como le llamé yo. Caché una bici todo terreno de d-i-e-c-i-o-c-h-o cambios, y partí en subida, luego en bajada, a recorrer los alrededores, primero al Fósil y después al Infiernito.
Este lugar fue un gran mar hace mas de 100 millones de años, en El Fósil se ven amonitas, que fueron las dueñas del lugar. Amonitas de tamaño exhuberante.El mar ocupaba las llanuras, las serranías, las ciudades, y las montañas. Vi un mapa donde supuestamente el mar conectaba los dos oceanos. Ver para creer. che.
Y seguí en pura picada con mi bici, hasta que se terminó el asfalto. Más adelante encontré el desvío hacia el parque arqueológico de los Muiscas, indígenas que habitaban la zona. Se cree que llegaron a ser más de un millón. Llegué al parque, más conocido como El Infiernito, mote puesto por los españoles cuando llegaron al lugar. Y si, en el parque se encuentra el observatorio astronómico de los Muiscas, y alrededor se pueden contemplar decenas de penes de hasta tres metros (si si, de pitos) tallados en piedra, paradiiiitos ahí, en el medio del valle. La tierra de la zona es árida, infértil, y los Muiscas le pedían fertilidad al Dios Sol. Fertilidad de la tierra, y de ellos mismos. Cuando los españoles vieron esos monumentos a la orgía dijeron: "Esto no puede ser sino obra del mismo demonio", y le quedó Infiernito, para siempre. En el sector del observatorio se pueden ver doce pititos (tal vez esos no eran pitos, pero pongámosle que si, que simpáticos me resultaron los Muiscas!) que reciben la luz del sol durante todo el día. A la mañana hacen sombra los pititos de una punta, y al atardecer los pititos de la otra. Con esos datos sabían cuando eran los equinoccios y los buenos tiempos de la cosecha, y del sexo, claro.
Después de tan cultural escena seguí por el camino de tierra hasta un puente. Ahí me paré a sacar unas fotos y a escribir pareceres de los Muiscas en mi cuaderno de viaje. Y llegó la primera invitación. Una señora cargada de bolsas de mercado venía desde Villa de Leyva a Monquirá, así se llama la zona del parque. Es dueña de un hotel nuevo, que tiene piscina, bar, DVD y hasta zona de camping con horno de barro. La señora me invitó a conocer el lugar. "Ya estoy hospedado con carpa, señora", "No importa, para que conozcas". Así que muy amablemente me mostró el lugar, me preparó una limonada y me regaló un fósil de Amanita, a elegir entre tres posibles. Estuve más de media hora charlando con la señora sobre la zona y sus leyendas, hasta que me despedí diciendo que la próxima volvería a parar allí, si me hace descuento.
Volví al pueblo bajo el sol de la media tarde. El clima de Levya es casi ideal. Rara vez pasa los 25 grados y los relámpagos siempre ocurren del otro lado de las montañas.
Cuando estaba en la parte alta, dando vueltas bien despacio con la bici (el empedrado lo deja a uno con dolores extremos) me encontré con el seminarista y su familia, el hermano y la madre. Me invitó a que vaya a visitar, a las cuatro, el convento de los padres, frente a la iglesia del carmen. Después de dar unas vueltas, comer un helado casero de Feijoa, y guardar la bicicleta en el hostal, fui para allá. Me recibió Jose Edgar y su hermano Jairo. El convento es de 1911 y está plagado de flores. Tiene un parque ideal, del que dije: "Acá pondría una canchita de futbol", y me dijeron que sí, que ahí juegan al futbol y también al Volley, me convidaron una mini-arepa de queso, un par de empanaditas que andaban cocinando, una seven-up y dos brevas en almibar. Cuando probé las brevas, después de verlas en su árbol de origen, les dije: "Que parecido a los higos", "Ah, si, también se les dice higos". Ups, resulta que los higos me gustaban, finalmente?
Terminó mi segunda invitación del día y me fui a tomar unos mates a la plaza gigante, para que pase un poco el tiempo antes de ver la película. Pero llegó la tercera invitación. Una mujer pasó cerca, me preguntó si el cachorrito negro era mio y me dijo que me vio andando en bici por "allá". En fin, tenía una pareja de amigos, él italiano, ella colombiana, y me invitaba a ir a charlar con ellos. Además, dijo, tenía que llevarle a Luciano-el tano, una carpeta con algunas técnicas de tai-chi. En fin, me dije, vamos a ver que deparan estos tres personajes. Y así fue la noche, charlando sobre tai-chi, sobre Italia y Argentina (no podían creer que yo fuese mezcla de italiano y bielorruso). La colombiana me decia que tenía cara de italiano, "pero soy igual a mi mamá!", le decia yo.
También entre limonadas terminó la cosa, mientras el tano contaba como en Bogotá le dicen, al menos una vez por día mientras camina por las calles, "gringo puto".
Nos despedimos los cuatro a las once de la noche, y me fui caminando el kilómetro y medio de cada día.
Pasaría luego otra jornada más en Villa de Leyva, antes de viajar a San Gil. Pero mis únicos movimientos serían entre los dos parques, el Nariño y el Ricaute, y la plaza mayor, buscando el mejor lugar para tomar mate y leer.

Abril,2006-
Santander. Colombia.



Estoy en San Gil, pueblo grandecito (o pueblito grande) que dice ser la capital cultural del departamento de Santander. Estoy al norte de Bogotá unas seis horas y al sur de Bucaramanga unas dos, para delimitar un poco.

Llegué ayer y, a pesar de no ser un pueblo que me entusiasme mucho, me quedo hasta mañana, cuando comenzaré el derrotero caribeño desde Cartagena de Indias hasta el Cabo de la Vela, allá en La Guajira colombiana.

Estoy parando un departamento-hostal que puso Shuan, un australiano de rastas que le encontró a San Gil cierto encanto, más calidez, supongo yo, que en la playa más calientes de Australia.

En el apartamento, donde hoy no hay turistas, y ni Shuan está porque vuelve mañana de Bucaramanga, hay un par de hamacas paraguayas, un tablero de ajedrez, una cocina donde caliento agua para mate (conseguí medio kilo de Taragui en Bogotá, a 8900 pesos colombianos, algo así como 4 hijoeputisimos dólares) y un equipo de música que los huéspedes manejamos a voluntad. Hoy me decidí a levantarme temprano, ocho de la matina, entre el sonidito de la alarma del Casio, que logré correrla dos veces, desde las 7.30, y los movimientos del israelita de Jerusalem que dormía en la cama de abajo. Claro, anoche eran las ocho y cuarto y mientras yo buscaba algún cómplice para tomar una cerveza el israelí dijo: me voy a dormir.

Así que en mi camino matinal me compré un pandeyuca y una almojábana (eso se consigue en las panaderías serranas, y es realmente rico) y degusté un pequeño tinto fuertón en la plaza principal (acá el tinto es cafe y el vino es vino).

Llegué a la esquina de la carrera 10ma y la calle 15 (parece complicado, pero es muy fácil ubicarse en cualquier ciudad colombiana, gracias a su sistema de carreras y calles) y tomé el bus que tarda 30 minutos en llegar a Barichara, según muchos, el pueblito más lindo de todo el país.

Barichara es hermoso. Un poblado de casas blancas, donde los paredones pálidos se vuelven colorados en sus pies, por la tierra roja de la zona. Los techos de tejas y las calles empedradas muestran una postal en cualquier ángulo que uno mire. Confieso: Me gusta más Villa de Leyva, allá en Boyacá, pero podemos discutirlo más tarde con cualquiera que presente batalla.

En Barichara me compré medio litro de agua y salí raudamente, antes de las diez de la mañana, hacia Guane, a unos 7 kilómetros por sendero de herradura, y 9 por carretera asfaltada.

Un alemán, del que no recuerdo el nombre, creó ese camino hace 150 años para comunicar a los dos pueblos. Es empedrado y dos pircas lo resguardan de los alrededores.

En una hora estaba entrando a Guane. El camino termina y un cartel, del que desconfié en un principio, anunciaba: "Guane, pueblo perdido en el tiempo".

Veamos que tan perdido en el tiempo estará un pueblo al que llega una carretera debidamente asfaltada.

Después de una ronda fotográfia caí, uno siempre cae, en la plaza. Ya se veían desde dos esquinas antes las torres de la iglesia.

Sin agua, entré a un local donde vendian helados artesanales (de Paila le dicen acá) de coco o de maracuyá. Elegí el segundo, y mientras pagaba el hombre que atendía me pregunta:

- Ñor, vió hormigas en el camino?

- Si, acá cerca, unas grandotas?

- Esas, nosotros las cogemos.

- Si?, son plaga?

- No no, las comemos.

- Las comen?

- Si , las hormigas culonas, las hacemos fritas.

- Y las comen con algo?, cebolla, tomate?

- No no, solitas, son muy ricas.


En un folleto que conseguí de San Gil y alrededores hay un listado de platos típicos. Recordé en ese momento haber leído: Hormiga Culona, pero imaginé que sería algún postre que de lejos se parecería al insecto. Estaba equivocado, era la hormiguita y su culo nomás lo que se come en la zona.

Recorrí todas las calles de Guane, donde habitaban los indígenas del mismo nombre. Claro que antes de ellos, hace 130 millones de años, toda esta zona era un mar. En el museo paleontológico de Guane se pueden ver los fósiles de las amanitas y de los caballitos de mar (tengo uno de amanita que me regalaron en Leyva). Corrí a la "buseta" para no perderla, la próxima iba hacia Barichara en 5 horas. En Barichara también, caminé cada cuadra, para tomar fotos de arriba y de abajo, llegué a los miradores del Valle que cada segundo que pasa parece más grande, y a media tarde volví a San Gil, para tomar unos mates y leer a Laura Restrepo en la hamaca paraguaya.

Acá estoy, frente a la plaza principal, las campanadas de la iglesia acaban de dar las seis de la tarde, en un rato iré por otra empanada de pollo y arroz y por el final del libro de Restrepo.

Y desenpolvo la bermuda amarilla, que en pocas horas me meto en el mar caribe.

Abril, 2006.

Puna Jujeña. Argentina.



Hay páramos y páramos. Ese sitio, donde hay más truenos que palabras y más relámpagos que gotas, cobija tantas almas que allí no es posible hablar solo.
El ómnibus, desde Abra Pampa y hacia el oeste, se hundió en la puna jujeña, y tuve la sensación de que la historia ya había sido contada, sentí una apócrifa certeza de que los hechos en este páramo sucedieron alguna vez, y ahora sólo veía y tocaba el pasado, o tal vez los vestigios que dejó tras su marcha el derrotero despiadado del tiempo.
Voy a contarles una historia triste, habló un hombre sentado en el fondo del ómnibus. Es la historia de mi vida, continuó y comenzó a recitar una prosa doliente, adormeciéndose de a ratos, sin ocultar las huellas de un áspero carnaval que aún no concluía. Habló el hombre, entonces, y luego silenció.
El vehículo a su paso engullía el polvo del camino, la aridez de la puna penetraba por las ventanillas, comía también pero de afuera hacia adentro. Perfume de la coca, aroma del vino. Las fragancias completaban los asientos vacíos, llenaban a su manera los espacios muertos. Una guirnalda colorida serpenteaba del otro lado del vidrio. Se sacudía la tierra mientras las ráfagas de un viento mudo la hacían danzar. Danzaba, acompañando al ómnibus, como si la guirnalda fuese parte de una de esas comparsas alegres del carnaval, que en la puna emergen, quebrando el perpetuo silencio que baja de los cerros, que desciende de las colinas cada uno de los días de la historia.
Voy a Cochigaste, habló de nuevo el hombre del fondo durante uno de sus huecos de lucidez. Aquí nomás me bajo, aunque una vez me quedé dormido y desperté en Casabindo.
Casabindo, escuché, Casabindo, donde el único ómnibus de esa jornada se dirigía, para después continuar con su recorrido hacia el sur. Y Casabindo apareció detrás de una lomada, los tonos ocres de las piedras que desde las elevaciones circundan a este pueblo fulguraban bajo el cenit del mediodía. El hombre de la historia triste había descendido unos kilómetros atrás, el ómnibus se vaciaba, se duplicaban sus espacios, mermaban las conversaciones que atravesaron el pasillo cientos de veces desde que habíamos salido de Abra Pampa.
Bajé y toqué tierra.
Casabindo de cuatro siglos, de quinientas almas vivas que lo habitan, tierra de una bandita de llamas que sonríen en su entrada cuando uno, cualquiera sea que llegue a esta porción de puna, se asoma entre la polvareda que deja el transitar de las cuatro ruedas por el camino. Esos animales exhiben las marcas de la señalada en sus cuerpos, cintas naranjas, rosadas, rojas y amarillas, los únicos colores que necesita este páramo para atardecer. Las casas —construidas con un adobe monocromático— se posan sobre el Kollasuyo, antiguo sector sur del imperio incaico. Las puertas y ventanas, enmohecidas, me esperaban cerradas, con sus batientes desparejos, fotogénicos, con seguridad conversadores cuando, estando abiertos, el viento los golpea una y otra vez.
Parado en la entrada de Casabindo, una explanada gigante que exhibe diversos matices del color de la tierra, observé la sombra azabache que concebía la iglesia pálida. Una sombra fina, delicada, que se le escapaba al cenit, que eludía su brazo, ese haz de luz que hace desaparecer las oscuridades. Dentro del templo, Nuestra Señora de la Asunción, patrona de Casabindo. Dentro del templo, también, ocho arcángeles arcabuceros, armados y coloridos.
Caminé cuadras desiertas. Rodeé la plaza de toros, me paré frente a la iglesia. En los agostos, el pueblo rinde homenaje a su patrona. Pude imaginar el bullicio de aquellos días, la gente subida a las paredes que rodean la plaza verde, la gente subida en las torres de la iglesia, en las gradas, sobre los techos de las casas lindantes. Misachicos, Sikuris, danza de los Samilantes, toreada, una vincha con monedas de plata que hay que arrebatarle a un toro apacible sin lastimarlo. Aroma de la coca, perfume del vino.
Pero no era época de toreos. Era la mitad del carnaval, y una música de trompetas, cajitas y bombos irrumpió desde una de las callecitas. Un revoleo de banderas en el horizonte me llevó de nuevo a ese tiempo, al mes de febrero, a los hombres de la puna celebrando otra fiesta.
En Casabindo hay quinientas almas, hay un cementerio regado con flores de papel, hay un almacén abandonado repleto de botellas vacías, hay una escuela y una hostería donde pasé la noche. Hubo aquella noche donde la gente festejó el carnaval, hubo una oscuridad, la de todo un páramo, que hospedó en sus sombras a una música que se congregó en la ventana de mi habitación. Descorrí la cortina y no pude verlos, pero escuché a los músicos con nitidez. Cajita, bombo, trompeta. Me adormecí con la música invisible de fondo y soñé con el hombre del ómnibus. Recordé en esos sueños su voz cansada, borracha. Escuché de nuevo su historia triste que transcurrió entera en esa puna. Y la noche de ese sueño atrajo una tormenta sin agua. En ese sitio extraño, misterioso e infinito, no llueve así nomás. Pero yo escuché truenos, entre párrafos de la historia triste estallaron truenos, y relámpagos tocaron a la ventana de mi habitación silenciando aquél carnaval invisible.
Tal vez mis sueños exageraron.
El estrépito de un arcabuz hizo temblar todo el Kollasuyo, ese fogonazo que cayó cerca de mi ventana fue la luz de aquél disparo. Adiviné —conjeturé— que tal vez el hombre de la vida triste es realmente uno de los arcángeles arcabuceros, que tal vez ese día se escapó. Anduvo de paseo y viajó conmigo, y esa noche, disparando, resguardándose en la oscuridad, volvió a su pintura dentro de la iglesia. El arcángel rebelde se emborrachó en el carnaval y a los tiros se refugió una vez más en el templo. A la mañana siguiente los ocho arcángeles arcabuceros, incluso el rebelde, descansarían inmóviles en sus lienzos, como si nada hubiese pasado.
Y aunque un viento seco pareciera llevarse todas las palabras que en la puna se pronuncian, preservé esta historia de las tempestades que suelen arrollar ese páramo. Rescaté estas palabras de ese recorrido, sin más evidencia, ¿acaso quién necesita más?, que la de mi propio itinerario.