domingo, enero 13, 2008

El cabo, las noches y los días. Cabo de la Vela. Colombia





El cabo

Tengo la certeza de que en ese rincón, un cabo, una lengua de tierra que penetra en el océano, se elaboran los días y las noches. Esa tierra desierta es una fábrica del tiempo.
Tal vez necesite contarlo como si formara parte de alguno de mis sueños lúcidos, esos en los que se elige el recorrido de la historia. Se trata, entonces, de un sueño ambientado en un desierto bañado por el mar Caribe, en el extremo norte de Sudamérica. En ese lugar de la tierra existen más molinos que quijotes y más almas que hombres. En ese lugar, habitado por los guajiros originarios —los wayúu—, los vivos conversan con los muertos. Y convengamos —para aquellos que dudan— que los muertos que hablan y los molinos de viento pueden ser parte de cualquier sueño.
Mis jornadas en el cabo fueron apacibles. Las noches las pasé descansando sobre una hamaca, a merced del viento de la Alta Guajira colombiana. Durante los días me dediqué a observar el mar, los botes, el faro y, a lo lejos, el parque eólico.
Caminé de un lado a otro, tratando de entender lo que allí se gestaba. De lejos, rozando el mar, la virgen de Fátima —protectora de los náufragos— contempla todo el poblado. Se erige en la punta del Pilón de Azúcar, una montaña negra, triangular.
Las mujeres guajiras pasaban a mi lado, sin levantar la vista, con sus vestidos largos, de colores claros, radiantes. Los pescadores parecían abstraídos, arreglando sus botecitos o limpiando los pescados. Las viviendas de paja, simétricas, soportaban el embiste del viento y la arena. La atmósfera enrarecida del cabo se multiplicaba a cada minuto. Y esa rareza del aire me gustaba.

Las noches

Atardecía cuando renuncié al vaivén de la hamaca, dejando atrás una larga siesta bajo la sombra fresca de una enramada. Al frente, pescadores navegaban parsimoniosos en sus cayucos, el mar en silencio los sostenía sin espuma ni olas. Giré sobre mis pies y quedé de cara al oriente. Advertí la elevación, una pequeña colina salpicada de cardones. Detrás de la colina —en cuya cima se distinguía una pequeña estructura— se ahogaban los últimos destellos del día. De pronto un haz de luz me dio en los ojos desde las alturas. Era un faro y, por supuesto, resplandecía con intermitencias. Cuando la luz giraba, todo el ambiente se tornaba sombrío, ya con el mar tragándose por completo al sol. Trepé, entre los reclamos de una brisa, aunque bien sabía de los muertos que pasean por ahí. La tarde anterior un guajiro avejentado, dueño de una mirada furtiva, me había contado de qué modo conversan con las almas. A través del Ojo de Agua, una piscina natural en el medio del desierto, se comunican con sus antepasados muertos. Este sitio es el Jepirra, según los wayúu, donde las almas vienen a descansar.
Llegué al faro. Me sorprendió, en la cima de la colina, el quejido de una radio mal sintonizada. Dentro de la estructura del pequeño faro reposaba un guardia. No lo noté molesto —ni siquiera sorprendido— por mi llegada. Le convidé un cigarrillo y me contó sobre su solitaria labor. Parecía sincronizar sus palabras con las vueltas del faro. Las pronunciaba, entre pausas, de a una o de a dos. No le pregunté nada de almas ni de muertos, quizás él mismo era uno de ellos. Me contó que a pocos kilómetros hay un parque eólico de molinos gigantescos con aspas pálidas de tres manos. Este hombre —soñé— era el cuidador de la fábrica de las noches: el pequeño faro en la punta del cabo. Cuando el faro dejase de alumbrar, cuando la luz se tornara imperceptible, el fin de la oscuridad llegaría, dándole paso al amanecer.
Quedé intrigado. Pensando en los molinos del parque eólico volví a mi hamaca, a descansar otra vez bajo la enramada.

Los días

El camino desparejo de tierra seca, que tomó la camioneta, rozaba el parque eólico. No había más oportunidades que esa para abandonar el cabo. A las cuatro de la madrugada de un amanecer templado me pasó a buscar el conductor. De a uno se sumaron los pasajeros hasta que dejamos atrás las pocas callecitas del pueblo.
El amanecer avanzaba con su fulgor naranja en el horizonte ya venezolano, detrás de las luces de la mina carbonífera de Puerto Bolívar. Allí llega el carbón en cientos de vagones que acarrea un tren carguero desde el Cerrejón. El ferrocarril es —me contaron en el mismo cabo— como una oruga de metal, un ciempiés gigante que parte en dos la monotonía del desierto. Recordé —tomándome la cabeza por un golpe contra el techo del vehículo, situación que se convirtió en uno de los hechos menos oníricos de esta historia— al guarda faro, sus pocas palabras, su mención de los molinos del parque eólico. La veintena de gigantes de tres manos —esos monstruos que se mueven con suavidad entre las arenas del desierto— son los encargados de traernos el día. Tuve la convicción de que si esos molinos dejaban de girar, el día no llegaría jamás a esta parte del mundo. Que nosotros, los vivos, y ellas, las almas de los muertos, necesitábamos de ese mecanismo repetitivo, surrealista y eterno.
Yo me alejaba, junto a los demás pasajeros de la camioneta, por la carretera hacía Uribia, la capital del municipio. La Guajira, amplia, desértica, se esparcía a los costados del camino. El amanecer ya era un hecho, y los molinos girarán mientras exista alguien que los observe.



Fui testigo de la creación de los días y testigo de la creación de las noches. Con esa dicha emprendí la vuelta, confiando en que el guarda faro y los gigantes seguirán —acaso no tengan opción— con el hábito esencial de sus labores.

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