domingo, enero 13, 2008


Puna Jujeña. Argentina.



Hay páramos y páramos. Ese sitio, donde hay más truenos que palabras y más relámpagos que gotas, cobija tantas almas que allí no es posible hablar solo.
El ómnibus, desde Abra Pampa y hacia el oeste, se hundió en la puna jujeña, y tuve la sensación de que la historia ya había sido contada, sentí una apócrifa certeza de que los hechos en este páramo sucedieron alguna vez, y ahora sólo veía y tocaba el pasado, o tal vez los vestigios que dejó tras su marcha el derrotero despiadado del tiempo.
Voy a contarles una historia triste, habló un hombre sentado en el fondo del ómnibus. Es la historia de mi vida, continuó y comenzó a recitar una prosa doliente, adormeciéndose de a ratos, sin ocultar las huellas de un áspero carnaval que aún no concluía. Habló el hombre, entonces, y luego silenció.
El vehículo a su paso engullía el polvo del camino, la aridez de la puna penetraba por las ventanillas, comía también pero de afuera hacia adentro. Perfume de la coca, aroma del vino. Las fragancias completaban los asientos vacíos, llenaban a su manera los espacios muertos. Una guirnalda colorida serpenteaba del otro lado del vidrio. Se sacudía la tierra mientras las ráfagas de un viento mudo la hacían danzar. Danzaba, acompañando al ómnibus, como si la guirnalda fuese parte de una de esas comparsas alegres del carnaval, que en la puna emergen, quebrando el perpetuo silencio que baja de los cerros, que desciende de las colinas cada uno de los días de la historia.
Voy a Cochigaste, habló de nuevo el hombre del fondo durante uno de sus huecos de lucidez. Aquí nomás me bajo, aunque una vez me quedé dormido y desperté en Casabindo.
Casabindo, escuché, Casabindo, donde el único ómnibus de esa jornada se dirigía, para después continuar con su recorrido hacia el sur. Y Casabindo apareció detrás de una lomada, los tonos ocres de las piedras que desde las elevaciones circundan a este pueblo fulguraban bajo el cenit del mediodía. El hombre de la historia triste había descendido unos kilómetros atrás, el ómnibus se vaciaba, se duplicaban sus espacios, mermaban las conversaciones que atravesaron el pasillo cientos de veces desde que habíamos salido de Abra Pampa.
Bajé y toqué tierra.
Casabindo de cuatro siglos, de quinientas almas vivas que lo habitan, tierra de una bandita de llamas que sonríen en su entrada cuando uno, cualquiera sea que llegue a esta porción de puna, se asoma entre la polvareda que deja el transitar de las cuatro ruedas por el camino. Esos animales exhiben las marcas de la señalada en sus cuerpos, cintas naranjas, rosadas, rojas y amarillas, los únicos colores que necesita este páramo para atardecer. Las casas —construidas con un adobe monocromático— se posan sobre el Kollasuyo, antiguo sector sur del imperio incaico. Las puertas y ventanas, enmohecidas, me esperaban cerradas, con sus batientes desparejos, fotogénicos, con seguridad conversadores cuando, estando abiertos, el viento los golpea una y otra vez.
Parado en la entrada de Casabindo, una explanada gigante que exhibe diversos matices del color de la tierra, observé la sombra azabache que concebía la iglesia pálida. Una sombra fina, delicada, que se le escapaba al cenit, que eludía su brazo, ese haz de luz que hace desaparecer las oscuridades. Dentro del templo, Nuestra Señora de la Asunción, patrona de Casabindo. Dentro del templo, también, ocho arcángeles arcabuceros, armados y coloridos.
Caminé cuadras desiertas. Rodeé la plaza de toros, me paré frente a la iglesia. En los agostos, el pueblo rinde homenaje a su patrona. Pude imaginar el bullicio de aquellos días, la gente subida a las paredes que rodean la plaza verde, la gente subida en las torres de la iglesia, en las gradas, sobre los techos de las casas lindantes. Misachicos, Sikuris, danza de los Samilantes, toreada, una vincha con monedas de plata que hay que arrebatarle a un toro apacible sin lastimarlo. Aroma de la coca, perfume del vino.
Pero no era época de toreos. Era la mitad del carnaval, y una música de trompetas, cajitas y bombos irrumpió desde una de las callecitas. Un revoleo de banderas en el horizonte me llevó de nuevo a ese tiempo, al mes de febrero, a los hombres de la puna celebrando otra fiesta.
En Casabindo hay quinientas almas, hay un cementerio regado con flores de papel, hay un almacén abandonado repleto de botellas vacías, hay una escuela y una hostería donde pasé la noche. Hubo aquella noche donde la gente festejó el carnaval, hubo una oscuridad, la de todo un páramo, que hospedó en sus sombras a una música que se congregó en la ventana de mi habitación. Descorrí la cortina y no pude verlos, pero escuché a los músicos con nitidez. Cajita, bombo, trompeta. Me adormecí con la música invisible de fondo y soñé con el hombre del ómnibus. Recordé en esos sueños su voz cansada, borracha. Escuché de nuevo su historia triste que transcurrió entera en esa puna. Y la noche de ese sueño atrajo una tormenta sin agua. En ese sitio extraño, misterioso e infinito, no llueve así nomás. Pero yo escuché truenos, entre párrafos de la historia triste estallaron truenos, y relámpagos tocaron a la ventana de mi habitación silenciando aquél carnaval invisible.
Tal vez mis sueños exageraron.
El estrépito de un arcabuz hizo temblar todo el Kollasuyo, ese fogonazo que cayó cerca de mi ventana fue la luz de aquél disparo. Adiviné —conjeturé— que tal vez el hombre de la vida triste es realmente uno de los arcángeles arcabuceros, que tal vez ese día se escapó. Anduvo de paseo y viajó conmigo, y esa noche, disparando, resguardándose en la oscuridad, volvió a su pintura dentro de la iglesia. El arcángel rebelde se emborrachó en el carnaval y a los tiros se refugió una vez más en el templo. A la mañana siguiente los ocho arcángeles arcabuceros, incluso el rebelde, descansarían inmóviles en sus lienzos, como si nada hubiese pasado.
Y aunque un viento seco pareciera llevarse todas las palabras que en la puna se pronuncian, preservé esta historia de las tempestades que suelen arrollar ese páramo. Rescaté estas palabras de ese recorrido, sin más evidencia, ¿acaso quién necesita más?, que la de mi propio itinerario.