viernes, diciembre 09, 2005

El pueblo de los ruidos extraños
El azar del dedo me dejo al atardecer en la rotonda de Rosario de la Frontera, Salta. Cansado de la ruta caminé los dos kilómetros hasta el pueblo. Me acordaba del juego Rutas Nacionales, uno debía recorrer el país en un Citroen 3cv de colores chillones. Y un punto a llegar era Rosario de la Frontera, o como lo rebauticé yo: El pueblo de los ruidos extraños. Pregunté por un camping, en la entrada del pueblo hay un polideportivo, con un sector para acampar. Me dejaron armar la carpa y no me quisieron cobrar la noche. En el polideportivo, a mi alrededor, cientos de chicos practicaban salto en alto, jabalina, fútbol, ciclismo, basket.
Y ahí fue que comenzaron los ruidos. Desde los árboles bajaba un chillido ensordecedor, un ruido extraño. "No pueden ser chicharras", pensé, pero sí. El sereno del lugar lo confirmó. "Chicharras gigantes", me dijo. Le conté que en San Martín, allá en el Gran Buenos Aires existen, pero son chicharras de bajo volumen, algo así como chicharras walkman, digamos. Caminando por el pueblo, mirando el piso, las descubrí. Gigantes.
Yendo hacia el centro pasé por el edificio de la escuela municipal de música. A la ida sonaban unos redoblantes y unos tambores. Chicos de no más de diez años le daban duro a una especie de marcha militar infantil. A la vuelta, luego de recorrer el centro de Rosario, pasé nuevamente por la puerta. No pude distinguir del todo, pero supongo que sonaba un trombón desafinado. Para terminar el atardecer se plantó en el fondo del oeste un naranja increíble, que junto con los sonidos de los árboles creaba un cuadro surrealista a lo Dalí.
Al día siguiente saqué otra tarjeta. Salió San Salvador de Jujuy, tiré los dados y avancé hasta allá. Así es mi viaje, mitad dedo, mitad micro.
En la terminal encaré para Purmamarca, pero esa es otra historia.


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