martes, diciembre 06, 2005

Quince puertas tuve que abrir para llegar al coche-comedor. Mi viaje por América empezó en tren. La clase turista explota de gente. Asientos de a dos o de a tres. Aroma a milanesas y sonido de gaseosas. De mayoría santiagueña, el vagón 101 se prepara para una noche larga.
En Rosario, lo de siempre. Los novatos guardas y el personal de limpieza se apuran a bajar todas las persianas del tren. A cualquier ventanilla la puede sorprender un piedrazo rosarino. En la estación Norte de esa ciudad la locomotora da la vuelta. Los últimos serán los primeros. Muchos giran sus asientos para mirar siempre hacia adelante.
A ritmo socegado por la noche santafecina avanza el convoy directo al noroeste. Los asientos duelen pero vale la pena el esfuerzo: dormir es tarea de pocos.
Cuando se viaja en tren, la gente parece comer más. Un personaje diminuto a mi izquierda alterna su vida ferroviaria entre treinta minutos de sueño y treinta minutos de sandwiches.
Son las cinco de la mañana y el campo amanece. Con el sol despegando del piso el país es más grande. El horizonte se amplía, de pampa y ganado, por varios kilómetros. La noche, en cambio, lo tragaba todo.
En cada parada hay banderas que avisan del viaje inaugural . El tren a Tucumán está de estreno y hay que saberlo. La llegada a Ceres, hacia finales de Santa Fé según mi mapa del ACA, emociona. No tanto por lo cálida, sino por lo expectante que están sus pobladores. Es una mañana de sol templada y hay cielo celeste. La estación luce impecable. Se repiten las banderas que alertan del estreno. La gente se acercó a la estación para ver de cerca la novedad. Los vagones, infinitos en las vías, recientemente pintados de azul, verde y blanco, aguardan continuar, repletos.
Avanza hacia Santiago del Estero. Desde la ventanilla abierta puedo ver todos los ojos que nos observan. Por sobre los tapiales, entre los árboles, detrás de las alambradas, los ojitos de Ceres (de los seres de Ceres) nos miran.
Dejamos atrás el pequeño pueblo santafecino, es casi mediodía y un camión que transita por la ruta paralela a las vías nos saluda a bocinazos. La escena se repetirá una y otra vez. De a poco, cada pasajero se da cuenta de lo que un tren andando significa. Llama la atención la escasez de vendedores ambulantes, en andenes y sobre los vagones. O traés la vianda o morís allá, a quince puertas de distancia, en el coche comedor.
"Vamos a arrear a la manada", bromea un guarda en otra estación. Hace sonar el pito y sacude una campana. Los fumadores gruñen, arriba está prohibido fumar en todos los rincones.
La locomotora hace sonar su bocina a cada minuto. La gente a los costados de las vías saluda siempre.
El tren llega más cerca que la ruta. Lo comprobamos en el pueblo de Malbrán. Paró metros antes de la estación y tenemos una panorámica de pueblo, la vida detrás del telón: la escuela, la placita, las cajas viejas resguardadas por la sombra de los árboles más altos del lugar. Eso desde la ruta no se ve.
Seguimos la marcha. Los palos de luz y los árboles, al costado del tendido ferroviario, no dan a basto para albergar a todos los nidos de cotorras. Hay miles.
El calor de la tarde agobia. Pasan a los costados las hectáreas santiagueñas. Todos los ventiladores de techo del vagón están funcionando. Las ventanas abiertas sólo aportan más calor. La siesta se hace necesaria.
Se suceden numerosos pueblos en los que el tren no parará. Solo bajará la velocidad para saludarlos.
Próxima parada: La Banda. La mitad de los pasajeros descendieron ahí. Ahora todos somos dueños de una ventanilla. Aquí el tren llegó puntual y un camión de bomberos recarga el agua de toda la formación. Con algo de atraso, minutos nomás, partimos hacia San Miguel.
El paisaje cambió. Ahora atravesamos por arriba un lugar verde, de árboles bajos. Desde el terraplén da la sensación de transitar un monte espeso, húmedo. Pero las alturas engañan.
El atardecer cae sobre la frontera de Santiago y Tucumán, el viaje va llegando a su fin. Todo es silencio, en este momento de la tarde, menos el tren. Los pocos pasajeros que quedan no hablan. Miran por sus propias ventanillas o duermen ocupando más de un lugar.
En la entrada a Tucumán se repite el ritual rosarino de bajar las persianas por posible lluvia de piedras (el tren se convierte en una especie campo de meteoritos, como el Chaco, por unos minutos). Pero no pasa nada. Una o dos en todo el viaje. Poquitas.
La terminal tucumana está repleta. No faltan los flashes y las cámaras. Los tucumanos nos preguntan que tal estuvo.
Lindo lindo, recomendable.

Martín - 5 y 6 de diciembre de 2005.

2 comentarios:

  1. che estuve leyendo un poco tu relato de tu última experiencia sobre rieles, vias y esas cosas, realmente interesante.
    detesto los micros. pero parace que no me va a quedar otra que viajar en ellos. ayer estuve en ferrocentral, estación retiro y ya no queda nada hasta casi mediados de enero.
    sé que mucha gente en el tren a bahia blanca, a mar del plata y aun en el viejo tren a tucuman saca pasajes el último día para viajar parado (lease tirado en algún lugar o en el comedor). ¿sabes si eso es viable en el nuevo tren a Tucuman?
    saludos!

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  2. Excelente tu relato y mas son mis ganas de estar llendo para alla. Espero que la pases re bien y disfrutes mucho, yo ya tengo ganas de irme pero recien salgo el 2 de enero :)

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