martes, enero 20, 2009

La entrada a Cuba









Desde el aeropuerto Jose Martí viajé en un la parte delantera de un Opel modelo 58. Verde, impecable, con la música a todo volumen. Lo manejaba el cuñado de Osdary, una mujer cubana que conocí en el Airbus desde México a Cuba.
Osdary subió al avión buscando su asiento, llevaba un bolso amarillo y un paraguas celeste con florcitas azules, "me lo pidió mi abuela, y a mi abuela la consiento en todo", diría Osdary al rato sobre semejante equipaje. Su abuela vive en Baez, un pueblo de la provincia de Villa Clara. El resto de su familia vive en La Habana. Ella se casó con un mexicano casi veinte años más grande, tienen dos hijos y viven en Jalapa, estado de Veracruz.El viaje en avión duró casi lo que Osdary tardó en contarme su historia. Abraham, su marido de 50 años (ella tiene 33) no la deja trabajar. Ella parece no quejarse mucho, resiste lo embistes del machismo mexicano sin titubear y hace algún que otro cursito los fines de semana. El resto de la semana se lo dedica a la casa y a los hijos. Abraham es médico de Harvard, neurolinguista y viaja por todo el mundo, en solitario. Osdary me mostró fotos de
sus hijos (la cosa fue completa).Ella viaja a Cuba una vez al año, el marido ya no va porque a la familia de Osdary no les cae simpático.
Arribando a La Habana me pidió el favor de pasarle una de sus valijas porque al ser cubana se la pesan y le cobran por cada kilo ingresado. Es una multa importante la que pagan por el exceso de peso. En el aeropuerto la esperaban la hermana, el hermano y el cuñado. Como retribución me subieron al "monstruo" (el OPEL del 58) y me llevaron a una terminal de buses en el Vedado. Me ahorré unos 20 dólares.
En el camino a la terminal (yo mirando cada calle de La Habana, recordando lo que vi 7 años atrás) hablamos de todo un poco, ella no dejaba de darme las gracias, pero el agradecido era yo por el ahorro que hice de entrada. Me invitaron a cenar a la casa, pero ya caia la noche y yo quería salir para Santa Clara donde me debía encontrar con Gabriel a la mañana siguiente.
De nuevo era La Habana, ese movimiento constante de autos y de gente, ese movimiento
caribeño que nunca se detiene. Caballos, colectivos, camiones, bicitaxis, cocotaxis,
bicicletas, bocinas, gritos de vereda a vereda y de balcón a balcón. Las calles repletas de gente, esa sensación hermosa que tanto cuesta explicar si no se vive de cerca, ese murmullo cubano que no para.
De pronto apareció la Plaza de la Revolución de noche, la escultura del Che iluminada, el mausoleo de Martí que de tan alto vigila a La Habana completa.
En el camino la familia se contaba las novedades de uno y otro lado, se reían a carcajadas. Antes de bajarme, Osdary me explicó: "Es que, Martín, cuando vengo de visita a Cuba me rió todo el tiempo, tu sabes, allá con mis hijos, la casa, mi marido, es otra cosa".
Había quedado clara la diferencia.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario